ÉPICA: TRAVESÍA GUAJIRA 1

ÉPICA: TRAVESÍA GUAJIRA 1

Era una madrugada fresca, incluso dulce, aquella en la que habíamos de encontrarnos los 22 expedicionarios que durante los siguientes 10 días tendríamos como meta emprender la épica: travesía Guajira hasta la punta más septentrional de este país, tomarnos la foto de rigor y luego volver a la capital antioqueña trazando la vuelta entera a la mágica, sorprendente y también condenada a la pobreza, península hogar de los indígenas wayuu, uno de los destinos sin duda más atractivos para cualquier amante de las aventuras sobre dos ruedas.

La primera etapa nos llevó hasta la capital del César con un tiempo bastante razonable teniendo en cuenta unos breves tropiezos en algunas de las motos integrantes de la expedición que incluyeron fallas eléctricas, pinchaduras y una varada por gasolina en la población de Codazzi, donde debido a la escases en la zona nos obligó a ir casi casa por casa para surtir nuevamente las motos de tanque pequeño que venían haciendo gárgaras desde hacía unos cuantos kilómetros.

 

El día siguiente habría de llevarnos ya a las puertas de la verdadera aventura, desde Valledupar tomamos rumbo hacia Rioacha acompañados de la majestuosa vista clara y despejada de la otrora Sierra Nevada de Santa Marta, con uno de sus picos (la geografía no me da para saber si era el Bolívar o el Colón), escoltándonos en la distancia con la calva ya absoluta ante las secuelas de un calentamiento global; en las estribaciones de la sierra centenares de cañahuates salpicaban el paisaje con el amarillo encendido de sus flores regalándonos brochazos de color y vida de esos que insuflan el alma y justifican las horas de más sentados en nuestras monturas.

La parada en la capital del “Olparr” estuvo destinada a toda una tarde de cambio de llantas a 19 de las 22 motos que conformaban la expedición, tarea que tomó bastante más tiempo del proyectado pero que logramos completar sin daños para sumar.

Al día siguiente, de mañana, aunque no tan puntuales como deberían (los hay algunos hombres que se demoran en estar listos como muchas mujeres), la expedición partió rumbo a las prostituidas playas del Cabo de la Vela, siguiendo la ruta que se basaba en una de rally que algunos de los expedicionarios habían corrido hacía unos años atrás bordeando la costa del mar Caribe, cruzando las playas y atravesando las salinas hasta llegar a Manaure y al Cabo poco después, sin embargo fue Pelusa, nuestro guía/conductor/traductor/carroescoba/aguatero/consejero-anímico, el que le hizo cambiar de planes debido a que el río Ranchería hacia poco se había desbordado dejando totalmente intransitable la primera parte del recorrido.

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El contraste entre el insondable cielo azul y la opacidad de la tierra guajira que despliega por esa zona mil tonos entre el marrón y el verde pálido, el aliciente de la brisa marina golpeando sus pechos y esa mágica energía que tienen los primeros kilómetros de destapado con el polvo volando y las motos y los cuerpos aún frescos en la mañana del primer día, puso en lo más alto los ánimos de los expedicionarios que atravesaban raudamente la ruta trazada. De vez en cuando una parada venía bien para retomar un poco el aliento bajo el calor abrasador, para tomar la infaltable foto del recuerdo, y en una ocasión para cruzar un insospechado paso de agua fresca que se encontraron a medio camino y del que luego, durante las revisiones en el taller al final del viaje, verían las consecuencias pues la tal agua fresca no era tal, y en cambio sí tenía una salinidad que si no era como la del mar en el que iba a parar, le seguía los pasos de a poquitos.

Para el momento del arribo al Cabo de la Vela el paso del tiempo y el vacío en las tripas hacían mella en los llegados, por lo que se optó por entrar literalmente al primer “restaurant” para saciar el apetito con un buen pescado fresco, y que el pescado estuviera fresco no se puede afirmar ni negar, demorado si estuvo, al punto que casi dos horas después de ordenar aún no había salido la primera tanda, solo atinamos a pensar que los pescados en ese restaurant se fritaban con la misma parsimonia con la que las minúsculas olas del mar llegaban a las playas del cabo.

Concluida la lidia que fue conseguir el almuerzo y pagar una sola vez la cuenta que la doña quiso cobrar dos veces, nos dirigimos hacia la ranchería en que pernoctaríamos aquella noche y que afortunadamente era la última en la costa, tan retirada como se podía del bullicio de las playas modernizadas del Cabo de la Vela.

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Aquella sería la primera noche para muchos en su vida en la que dormirían en chinchorro en lugar de cama, fue como una pérdida de la virginidad lumbar para más de uno, por lo que cabía esperar que a la mañana siguiente se le viera a uno que otro sosteniéndose la espalda con las manos en la cintura. Los chinchorros, divididos en tres enramadas colgaban empalagados por la brisa marina que a todo le da ese tacto pegachento, cada uno se fue acomodando en su temporal refugio como pudo y de a pocos pasábamos después a la sección de “abluciones” que constaba de un cubículo de cuatro por dos dividido en seis unidades: tres de retretes con vista al mar, y tres de ducha con vista al morro, a $1000 la entrada al receptáculo para devolver al planeta lo que el cuerpo no utilizó, a $2.000 la duchada con balde y coca reciclada de margarina La Fina.

A la mañana siguiente partimos no a la hora programada, en parte por el alargue del desayuno, en parte por la foto en el morro y en parte por una falla que apareció en una de las motos y que debió ser intervenida de último minuto, pero fue a pocos metros de haber iniciado el recorrido cuando se presentó la primera novedad del día con la aparatosa caída de uno de los viajeros que le dejó como saldo unos moretones monumentales en sus tiernas carnitas, la cúpula de la DR 650 “Spider” completamente destruida, la leva de clutch quebrada (si quiera había una nueva de repuesto) y, lo más grave de todo, el ego hecho añicos.

Del Cabo hacia la Punta el paisaje es exactamente lo que esperas encontrar: tierras áridas, árboles enjutos de un follaje mínimo, largas planicies salinizadas en las que si te descuidas puedes terminar con la moto enterrada más de lo recomendable. El camino se abre paso a veces de manera cierta y otras como si no supiera hacia dónde dirigirse. Afortunadamente con la guía de Marco y Pelusa no hubo chance de perdernos y el mayor reto, más allá de afrontar los embates propios de un camino agreste y un calor asfixiante con motos que deberían entrar en rigurosa dieta para adentrarse por esas tierras, consistió en pasar los incontables peajes indígenas y que así como pueden constar de meros trapos atados uno al otro, pueden ser también de sogas, de guayas o de cables de acero, por lo que no conviene hacerse el valiente, no va y pase, como le pasó al novato Ospina, que en un acto de osadía, o de pánico (aún no nos ha dilucidado la razón de su proceder), terminó con el carenado de la XRE300 cortado a la mitad por una guaya. El otro extremo, el de frenar súbitamente tampoco es recomendable, y más de uno acabó en el piso y mentando las madres ancestrales a los niños y sus eventuales acompañantes.

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El trayecto hasta Punta Gallinas fue largo y agotador para buena parte de la comitiva, en un punto y en un episodio de franca efusividad off road, el novato Franco se le fue de manera más entusiasta de lo conveniente a un morro para encontrarse, en pleno vuelo rasante, con que el resto del grupo estaba detenido justo delante de su sitio de aterrizaje. Afortunadamente para los demás, sobre todo para Vanegas que tenía la moto en la mira de la de Camilo, el susto de este le hizo bloquear ipso facto la rueda delantera cayendo en planchazo lateral y deteniéndose a centímetros de la moto del colega. Para entonces los ánimos de varios acusaban las exigencias del camino y en las caras se notaba que habían pasado del júbilo del día anterior a gestos evidentes de “¡yo qué hijue (biiip) vine a hacer acá, quién carajos me mando a meterme en esta mier (biiip), cómo put (biiip) hago pa levantar este put (biiip) armatoste si se me vuelve a caer… AAAAAHHHHHHHHJJJJJJJJJJJJ! ¡YO ME DEVUELVO YA, YO ME DEVUELVO YAAA MAAALDITA SEAAA!

Y después llegaron las dunas…

Y por respeto a quien esté siguiendo esta historia, a sus principios éticos y morales y a sus ojos, no transcribiremos el rosario de improperios que llegaban a nuestros oídos desde cada dirección cada vez en la que caía o se enterraba una moto, o cada vez que el cuerpo le suplicaba a la cabeza que por favor se rindiera, que dejara tirada esa burra de dos llantas y un motor para que la montaran en la camioneta de Pelusa, que cómo carajos hacía para tele transportarse e irse a su casa a abrazar a su esposita… ¡VIDA HIJUE biiip biiip!

Motociclistas somos, y a estas alturas del viaje ya ninguno se salva de la acepción de masoquista, al día siguiente, que era el día de descanso, el reposo consistió en ir a montar en las dunas.

Así fue.

Pero este día no hubo recriminaciones existenciales ni menciones innecesarias a la progenie del universo o al dichoso momento en que se les había ocurrido venir hasta allí. Casi todos, unos más que otros (porque para entonces como lo había vaticinado Vanegas en la reunión pre viaje, se habían formado unos grupitos por ahí), felices como borregos para el matadero, nos fuimos de cabeza por las dunas llevando las motos cuesta arriba y cuesta abajo poniendo en práctica las sabias palabras de Marco: “haga de cuenta que va en un Jet Ski ¡y listo!”.

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