Las luces de 23 motocicletas rasgan hasta donde les alcanza la absoluta penumbra llanera, mientras los escapes, unos tronantes, otros más quedos, quiebran la calma de una madrugada que en tiempos no tan lejanos estuvo tristemente asolada por la irracionalidad de una violencia cuyas secuelas perdurarán por mucho tiempo. El aire fresco y tibio de la madrugada da la acogida a quienes conformamos esta nueva expedición del Mastech Experience, mientras nos abrimos paso rumbo a San Juan de Arama, puerta de entrada a una tierra increíble y mágica, de esas que insuflan el alma y se graban para siempre en la memoria y en la piel.
En San Juan se acaba el asfalto, y la gasolina también por lo que es necesario requintar ahí para ir tranquilos hasta salir de la Serranía, con el inicio de la tierra empieza también la aventura, esa tan temida por muchos, tan anhelada por otros y tan chicaneada por otros más, los pozos de fango aún en verano, los pasos difíciles, las motos enterradas casi hasta el guardabarro… un paraíso de aventura con una historia trágica y paradójica, inhóspito e implacable con quien se descuida. Al menos así es como lo pintan. La verdad sin embargo fue un poco desinfladora, los primeros kilómetros se abren paso por un camino de tierra firme y con suficiente buen mantenimiento, lo que permitió al grupo poner un paso decente hasta las estribaciones de la serranía, tanto que cuando llegamos a la caseta donde nos esperaba un reponedor caldo de costilla con arepa casera y huevos, y donde se suponía que la cosa ya estaría tremebunda aún ahí el camino seguía bastante normalito y las tantas advertencias de nuestro guía Argemiro empezaban a parecer cada vez más sacadas de proporción, aunque en defensa del hombre, el clima no estaba apoyándolo de a mucho con un día, que ya a plena luz de sol, nos regalaba un cielo nublado pero seco, con toda seguridad de haber caído unas cuantas gotas la cosa habría sido de otro calibre.
Con el paso de los kilómetros cambiaban el paisaje y el camino, resulta fácil imaginarse, viendo esa cicatriz abierta por el hombre entre el bosque y los cambios de altura de la serranía, lo difícil que puede llegar a ser el transitar por aquí durante o justo después de una lluvia de esas que suelen azotar las selvas húmedas tropicales. Lo más impresionante sin embargo, era imaginar cómo había sido abierta esa “carretera”. En las ciudades se cuenta que es la “carretera de la guerrilla” y uno se imagina a los tipos con su fusil al hombro, las botas de caucho y el camuflado desvencijado, dándole a la tierra con ritmo militar, la realidad, ya contada por la gente de la región, es que los del camuflado llegaban un día, ponían un ultimátum a los habitantes que para X día tenían que conseguir X plata para la gasolina, las máquinas y demás, y que fuera de la plata eran los campesinos los que tenían que bolear la pala y el azadón para abrir el camino para que los armados pudieran sacar más fácilmente su “productico” de allá. ¡Una belleza! Como todo lo que tiene que ver con estos fulanos.
La belleza de los parajes que se transitan no deja dudas de la majestuosidad de la naturaleza cuando se la deja quieta, es cierto que se ven grandes superficies de bosque talado para abrir paso a la cría de ganado y de los famosos cultivos de coca que ya no se alcanzan a ver a simple vista, pero por estas tierras la mano bactericida del hombre no ha logrado hacer mella todavía en las proporciones que se ven en otros lugares supuestamente remotos. Llegados a un cierto punto, cuando ya el paso era más lento y complicado para los novatos especialmente, pasamos un “peaje comunitario” de cabuya alzada que no baja hasta que no se paga por todos y cada uno, pero en el que mientras se espera a que el guía haga los arreglos pertinentes, se puede también beber una cerveza fría y conversar con los locales que se muestran a la vez curiosos y amables sin dejar del todo cierto recelo.
Nuestro destino de primer día era Caño Canoas, antes sin embargo haríamos una parada en Caño Yarumales, al que se accede mediante una chalupa tallada a la vieja usanza en el tronco de un árbol. Y para subir al batel este, primero hay que parar en el mismísimo Yarumales, que se compone de un par de decenas de casas con techo de latón y paredes de madera, todas a borde de carretera, con aquella que hace las veces de restaurante, la de la tienda de variedades, de casino, farmacia, etc. Con doña Marta que nos sirve otra generosa porción de caldo de castilla con arepa, con los militares que duermen en el monte y pasan ronda por la monótona población que guarda como recuerdo de aquellos tiempos, un puente, donde terminan las casas, que ahora es de madera porque el de concreto “lo voló la aviación para tratar de evitar el paso de la “comunidad””, al menos esa es la historia que cuentan por allá, y valga la salvedad de anotar que por comunidad se entiende a los trásfugas alzados en armas. Volviendo a las chalupas después del caldo, arrancamos caño arriba en medio de una selva de esas que se ven en los documentales, las aguas cristalinas, la babilla tomando el sol en un barranco que aumenta la preocupación de quienes vamos en ese trozo de madera anegado casi hasta la mitad y en el que no importa qué tanto nos esforcemos por sacar el agua con el galón de aceite reciclado y cortado, cada vez parece estar más abajo que encima del agua, y para terminar, con el idiota del Burrelio que en vez de aportar a la causa lo que hace con el galón en vez de sacar el agua, es tirársela a los de adelante mientras canta/grita a todo pulmón que un grande nubarrón se alza en el cielo y no sé qué más carajadas.
Si la montada en moto hasta el momento había defraudado un poco por aquello del bajo nivel de intensidad, más de uno dio por compensada la falta de emociones de la rodada con la intensidad de la navegación que incluyó, además del inminente peligro de inmersión por el exceso de agua en la chalupa, el de encallamiento en uno de los tantos restos de árboles que hacen del caño una pista de obstáculos, muchos de ellos escondidos, con lo que el riesgo de acabar todos en el agua ante la mirada atenta de las babillas no hizo más que incrementar. Finalmente, casi cuarenta minutos después, o tal vez fue menos pero pareció así de largo, nos detuvimos junto a un barranco y desde allí empezamos a recorrer a pie un sendero apenas visible entre la espesura de la selva. En un recodo del camino nos topamos de frente con los restos de un cambuche, de los guerrillos o del ejército, no importa, con las zanjas que abrieron quien sabe para guardar qué cosas, con los pocos palos que aún quedan en pie y de los que seguramente colgaron los chinchorros o sobre los que montaron las carpas para guarecerse de la inclemencia del clima tropical. Más adelante un árbol impresionante por su tamaño, por el diámetro de su tronco y por las docenas de impactos de bala que lo cicatrizaron mientras sirvió de amparo a quien fuera que se resguardara tras él de los disparos de su enemigo. Resulta inevitable, incluso para el más ligero de pensamientos, no recrear lo que pudieron ser esos días de guerra, si para uno es duro andar por aquí ligero de ropas, ¿cómo sería el tránsito de toda esa gente cargando quien sabe cuántos kilos de bártulos empacados en los morrales, además del fusil y las municiones?, recuerdo que en mi tiempo de militar ocasional mientras prestaba servicio en Yopal, nos obligaban a cargar 20 o 30 kilos de piedras en los morrales para simular lo que llevaban las contra guerrillas en el área, ¿cómo sería andar por acá, en el área y tal vez con un dolor de muelas bien miserable, o con disentería, patrullando una tierra de nadie, comiendo mierda, pendiente de cuando empezara el “tastaseo” y luchando a nombre unos pendejos escondidos muy, muy lejos de aquí?
Algo sí hay que agradecerle a los sátrapas esos, y es que merced a su estadía durante largo tiempo por esos parajes, estos se han conservado prácticamente vírgenes, al punto que incluso muchos de los locales aún no conocen por completo la región. De repente en medio de la espesura de los árboles se abre un claro que da a una laja de piedra que va cuesta arriba sobre la serranía, del tamaño de una cancha de futbol por lo menos, bañada por unas aguas absolutamente limpias y frescas bajo las que crecen algas, de esas que han hecho tan famoso a Caño Cristales, y aunque aquí no alcanzan las proporciones de su pariente más afamado, si dejan ver la majestuosidad a la que son capaces de llegar en una particular época del año. Henos aquí entonces, alegremente empapados y maravillados ante semejante espectáculo de la naturaleza, creyendo estar en el tope del deslumbramiento, cuando los guías nos invitan a subir más sobre la ladera para descubrir que tras un franja de bosque se extendía aún más la laja de piedra y ahora con pozos naturales en los que es posible bañarse sin dañar las algas, y otra vez cuando creíamos que no había más sorpresas, había otra, ¡y más arriba otra! Dos horas estuvimos caminando y disfrutando de esta maravilla natural, y de acuerdo con los guías se puede hacer una caminata de seis horas por la selva, hasta llegar a la “cueva de los guerrillos”, una caverna en la que según cuentan, se encaletaban 180 insurgentes con espacio suficiente para más.
De vuelta en Yarumales, tras una nueva navegación extrema pero esta vez sin babillas a la vista, volvimos a aperarnos con el disfraz de moto, cruzamos el puente de madera alguna vez bombardeado y continuamos ya más por un camino de finca que por una carretera como tal, incrementó la dificultad de la rodada y con ello la emoción, cruzamos pantanos (no muy espesos) en medio de la selva y varios pasos de agua cristalina, Botero no hacía más que chicanear con su DR Rally de sus destrezas, parando a fumarse un cigarrillo mientras pasaba el último, para después adelantarnos como alma que lleva el diablo hasta llegar a la punta, solo para darse el gusto de prender otro cigarro y volver a esperar, así llegamos justo al caer la noche estábamos a Caño Canoas, a un complejo de pequeñas casas que hacen las veces de cabañas de hotel, en las que nos acomodamos para dormir en camastros, hamacas y hasta en el piso, y en el que nos sirvieron una opulenta comida compuesta de caldo de costilla y arepa, una vez más. La luz se limitaba al poder de una pequeña planta eléctrica y unas escuálidas luces LED de a tres bombillos en fila, el agua sí sobraba y esa noche descansamos unos arrullados por el golpe del agua de la cascada sobre la piedra que sonaba en la distancia, y otros, atronados por el roncar tipo V8 de Edgar el fotógrafo. La mañana siguiente, con los ojos lagañosos y los pelos encrespados, nos aprestamos en diversas tareas: unos a desvarar la Himalayan que había reventado un cable del switch de encendido, otros a lubricar cadenas, otros a condenar a Edgar por no dejarlos dormir y otros a rascarse las verijas mientras estaba listo el desayuno de caldo de costilla con arepa y huevos. Lo que ninguno de nosotros sabía es que lo que veríamos más tarde ese día nos quedaría grabado por siempre en la mente y el corazón.